Consultores políticos: ¿Fabricantes de dioses?

Por: Luis Eladio Proaño


Cuando en Europa y en los Estados Unidos se menciona a un consultor político, indefectiblemente se lo asocia con la imagen de un triunfador. David Chagall, en Los nuevos fabricantes de dioses, señalaba: “una brigada de consultores estrellas ha desarrollado y asumido posiciones de poder sin precedentes”. Roland Perry, en El poder oculto, con angustia declaraba que “con su control de los políticos y su comprensión de las nuevas tecnologías, los consultores dictarán la dirección de las naciones y del mundo”.

Para algunos autores modernos, la aureola de omnipotencia y oculta sabiduría de los consultores políticos se inicia con la publicación del famoso libro de Joe McGinniss, The Selling of the President 1968, en el que se atribuye el triunfo de Nixon no a su capacidad, inteligencia y confiabilidad, sino al talento y sagacidad de su firma consultora, que fue capaz de venderlo como Presidente, a pesar de su connatural antipatía y falta de credibilidad.

La realidad cuenta una historia diferente. Nixon comenzó muy bien, pero cuando Humphrey decidió poner distancia entre él y Lyndon B. Johnson, respecto a su desastrosa política de Vietnam, se fue acortando la ventaja y Nixon terminó ganando angustiosamente por un pelo. Si la campaña hubiera durado un par de semanas más, quizás el triunfador hubiera sido Humphrey.

Sin embargo, la leyenda de la sabiduría de los consultores quedó intacta y se acrecentó cuando un oscuro gobernador de Georgia, Jimmy Carter, llegó a la Casa Blanca. De acuerdo con la leyenda, Carter no hizo otra cosa que seguir a la letra lo que decidían sus consultores políticos y su encuestador Pat Caddel.

Parte de la leyenda llegó al Ecuador cuando Febres-Cordero ganó la segunda vuelta, luego de haber perdido la primera. Su triunfo se atribuyó no a sus cualidades de coraje y persuasión, sino a los consejos de un consultor colombiano, Lombana. Su éxito, se decía, había consistido en volver concreto el discurso abstracto del León de la primera vuelta, con el ofrecimiento del Pan, Techo y Empleo, y haberle persuadido de buscar, a todo trance, un debate televisivo con Borja.

¿Pueden los consultores políticos vender, a fuerza de ingenio y talento, refrigeradoras en el polo? ¿Pueden, a voluntad, convertir a un esperpento en Presidente?

Lo que importa en una campaña

En una campaña presidencial lo más importante es el candidato, su mensaje, su habilidad para comunicarlo, su capacidad para mantenerse frío y controlado bajo presión, su atractivo personal y, sobre todo, su credibilidad. Si el candidato posee una mente confusa y opaca, si transparenta inseguridad y doblez, no hay nada que un consultor pueda hacer para cambiarlo. Si el candidato es imprudente y arrogante, no hay mago de la política que lo transfigure en amante de la sencillez y la cordura.

Muchas veces, el consultor se estrella contra el muro impermeable de la tradición que no admite variación. En décadas pasadas, era imposible para un candidato conservador ganar en Esmeraldas, como lo era para el liberal perder en Manabí y para el cefepista ser derrotado en Guayas. En la actualidad, le es igualmente imposible a un candidato presidencial de Izquierda Democrática ganar en Guayas, como lo es para un socialcristiano triunfar en Pichincha.

Otro factor que disminuye la capacidad de un consultor es el de las circunstancias en las cuales se desarrolla la campaña. Un candidato puede ser bueno, pero malo el tiempo en el que se lanza a la contienda. Si pertenece al partido de un gobierno que termina su período en un desastre de popularidad, está todavía por descubrirse al consultor que lo haga triunfar y lo lleve a la Presidencia. Ningún liberal hubiera podido haber sido elegido presidente después del Gobierno del doctor Arroyo del Río, como fue imposible elegir a Sixto después de Febres-Cordero y como lo será ahora elegir a alguno de Sociedad Patriótica.

Originalidad

Una consultora de larga experiencia no se hace demasiadas ilusiones sobre la originalidad; conoce muy bien las estrategias, los diferentes diseños de campaña, los mecanismos para levantar dinero, las argucias para debilitar al adversario y contestar oportunamente los contenidos de los avisos de televisión, radio y prensa, y no se preocupa de repetir sin rubor lo conocido porque ya no queda nada nuevo que inventar.

Matt Reese, quien fue consultor de Kennedy y ha dirigido campañas en Venezuela, Costa Rica, Canadá y Gran Bretaña, aseguraba que “lo que aprendes en Iowa, funciona igualmente en Caracas o Manila”.

Por esta razón, hay veces en las que los consultores se neutralizan entre sí. Así por ejemplo, en la campaña electoral de la Alemania Federal (antes de la unificación) en que fue elegido por primera vez Kohl, la Democracia Cristiana ofreció “un futuro mejor”: los Verdes se presentaron como los defensores del “futuro de nuestros hijos”, y los socialdemócratas aseguraron ser los “garantes del futuro”.

El resultado fue demasiado futuro por todas partes. El pueblo, aunque todos ofrecían lo mismo, terminó creyendo a los demócrata-cristianos recordando el milagro alemán que ellos habían logrado después de la Segunda Guerra Mundial.

En la campaña de León Febres-Cordero se repitió sin cesar cuatro años más no los aguanta nadie, frase trasplantada de Venezuela, y el slogan Con León sí se puede que se lo copió a la campaña de Belisario Betancur, de Colombia. Los de Izquierda Democrática remataban sus avisos televisivos diciendo: Rodrigo Borja, el Presidente, transplantando la publicidad venezolana de Carlos Andrés Pérez. El slogan de Abdalá Bucaram, La Fuerza de los Pobres, olía demasiado a La Fuerza del Cambio de Jaime Roldós.

Un candidato no para de hablar durante toda la campaña. El mensaje debe ser claro y simple pero no exento de contenido En sus presentaciones debe reducirse a tres o cuatro temas. La variedad es más bien cuestión de enfoque. Reagan se pasó 15 años repitiendo la inescapable necesidad de reducir el gasto público, la urgencia de instaurar un presupuesto no deficitario y la obligación de mantener unas Fuerzas Armadas poderosas para enfrentar al desafío soviético. En contraste, el número de temas tocados por su adversario Mondale fue de tal variedad que nadie pudo adivinar su estrategia ni recordar con precisión qué es lo que en concreto se proponía. Goebbels, destacando los beneficios de la repetición, decía que la Iglesia tenía un enorme impacto por haber repetido más de mil años el mismo mensaje. Velasco Ibarra, por intuición no por el consejo de nadie, en todas sus campañas se ciñó a esta regla de oro y sus pocos temas fueron machacados sin tregua ni descanso.

Los temas se escogen luego de pulsar las necesidades y angustias más sentidas por la gente, y van dirigidos a aquellos segmentos de la población donde se los padece con mayor intensidad y cuya respuesta puede ser más ferviente.

El slogan

El slogan es la frase impactante que rubrica toda propaganda de campaña: Con Belisario sí se puede (Betancur en Colombia); Este hombre sí camina (Carlos Andrés Pérez, Venezuela); Alvaro Cumple (Alvaro Pérez en Ecuador); Manos a la Obra (Virgilio Barco, Colombia); Renovación ahora o Nunca (Luis Carlos Galán, Colombia); Primero la gente (Jaime Nebot, Ecuador); Primero los pobres (Abdalà Bucaram, Ecuador).

Los más famosos consultores están convencidos que la técnica de slogan es una mezcla de ingenio y sencillez, fruto preferido del sentido común. Cuando el candidato es de oposición, el slogan golpea con la idea de que es la hora del cambio; cuando el candidato es gobiernista y la administración ha sido un éxito, acentúa la idea de la necesidad de la continuidad y el peligro del cambio. Felipe González en España, cuando fue candidato de oposición, escogió como lema: Por el cambio, pero cuando buscó la reelección, el slogan se transformó en Por un buen camino, casi una traducción del que usara la Thatcher, en circunstancias parecidas, The right track o El camino correcto.

La campaña como espectáculo

Uno de los consejos que se le dio a Nixon, en su segundo exitoso intento de llegar a la Casa Blanca, fue el de producir eventos que causaran noticias, rompiendo la tradición de conferencias de prensa formales y otras actividades tradicionales. Se buscaba lo espectacular y diferente. Abadalá Bucaram, cuando a su regreso de Panamá descendió de un helicóptero como un salvador caído del cielo, hizo espectáculo. Su propósito era el de atraer la atención y ampliar la popularidad. Margaret Thatcher explicó por televisión cómo preparar un plato determinado para aparecer más femenina, hacendosa y menos amenazante. En la publicidad política no es suficiente convencer, hay además que seducir. Ted Kennedy se somete a rigurosa dieta antes de una campaña y si hay algún parecido con un personaje famoso popular se acentúa la semejanza, como cuando Carter se cortó el pelo al estilo de Jack Kennedy.

Menem jugando fútbol y protagonizando un desafío de boxeo por razones de beneficencia, llevó esta moda de las campañas políticas hasta las cimas de la Presidencia. Aguijoneados por la urgencia de notoriedad, otros presidentes optan por hacerse limpiar los zapatos en las plazas públicas, atronar las calles en una veloz motocicleta, comer platos populares donde todos los vean o trotar en las calles como Lucio Gutiérrez.

Estos y otros similares recursos están diseñados para crear la impresión de ser iguales a los demás, uno de tantos, capaces de codearse con el pueblo, lejos de la arrogancia del poder.

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